Relato sin ventana
Se me han ido los años anhelando el sitio perfecto
para escribir mi obra maestra. Alcancé mi cuarta década y mi opera prima consta
de algunos centenares de páginas que comencé a escribir en mi mocedad; treinta años en los que los cambios
generacionales no me esperaron para que mi historia fuera verosímil (el
internet ya no permite pretextar desinformación).
He desperdiciado el tiempo añorando el rincón
perfecto, la mesa más cómoda, la iluminación adecuada, una silla que se amoldara
a mi espalda vencida, la madurez suficiente para escribir algo verdaderamente
interesante.
Mis personajes
estaban inspirados en mis amores platónicos –la verdad es que siempre he
sido bastante indecisa y nunca pude decidirme por uno solo- cuyas cualidades y defectos estaban repartidos
en quienes conformaban el casting, porque en ese mundo animado y recreado por
mi imaginación me podía dar el gusto de interactuar y engolosinarme con ellos
sin sentir pudor, compasión o cargo de conciencia.
Recuerdo cuando a los veinte, solía instalarme en la
comodidad de mi cama. La madrugada me alcanzaba en mi litera alta, con mis ojos
fijos en el cuaderno y mi mano en el bolígrafo dando vida a un montón de
marionetas[1] que bailoteaban sin recato ni temor construyendo mi mundo de ensueño, aquél
en el que la sangre derramada no era motivo de espanto sino más bien de lujuria
codiciosa que finalmente no le hacía daño a nadie. Me regocijaba depurando las
maldades de mi villano en turno, quien, aunque ciertamente perverso, jamás
sobrepasaba mis límites ni me hacía tragar saliva por sus atrocidades; le daba
licencia de todo siempre y cuando no deformara rostros ni arrancara
extremidades.
Escribir con tinta roja era parte de un rito en el que
mi cuaderno, mi almohada, mis audífonos y yo participábamos, hasta muy entrada
la madrugada, despilfarrando las horas de sueño cual monedas en un casino y del
que nuestra mayor ganancia era un cúmulo de páginas garabateadas que
constituirían el génesis, retorno y “para siempre jamás” de mi andrógino
protagonista; una secuencia de sucesos en los que andar, amar y dormir a su
lado, era el único y verdadero sentido
de mi vida.
Mi ventana era, entonces, un recuadro carcomido por
muchos años de descuido –y nulo interés de mi casera en darle mantenimiento-; los
cristales tenían trozos de cinta adhesiva en las esquinas y en alguna que otra
grieta donde alguna pedrada había hecho mella y no había ni dinero ni tiempo
para cambiar el vidrio completo, sin embargo solía dejar las hojas abiertas para
permitirle al viento nocturno entrar en mi recámara y llenarme de inspiración.
La vista más allá del cristal era un paisaje
conformado por un cerro salpicado de luces y calles laberínticas; reflejo fiel,
como en un espejo de tamaño descomunal, de mi propio barrio encajado también en
una loma empinada y atiborrada de casas construidas sin atender el menor
indicio de cálculo o diseño arquitectónico: loza sobre loza con el fin único de
proveer techo y abrigo sin importar la estética o la lógica.
Me bastaba volver un poco el rostro para ver la
colonia vecina quieta a esa hora, y en seguida volvía la vista al cuaderno, ah,
la de veces que mi malicioso villano ató a mi amado en una cama desvencijada
encerrada en un sótano; en la celda de una prisión o en algún tronco raposo de
un oscuro bosque; atraerlo con engaños –bien sujeto en mi mano el lápiz Berol-
no resultaba una tarea compleja porque mi héroe era bondadoso, honorable y
crédulo hasta la estupidez.
Han pasado dos décadas.
En el trascurso reescribimos las páginas. Nos ocupamos
de olores y texturas; de caricias más allá de besos castos, pero seguimos
sintiendo la misma fascinación por la madrugada, la lluvia matutina, los paseos
por carretera a medianoche; la sangre, el bosque, la música densa y los rostros
bellos y lozanos.
Los bolígrafos fueron reemplazados por el pic pic de un teclado y las hojas, de
entrañable rayado azul, por una pantalla luminosa que ofrecía la invaluable garantía
de no dar cabida a los errores.
Los sistemas operativos mutaron de ser
eficientes ayudantes a entes diabólicos que creen hacer mejor las cosas y que
no aceptan sugerencias, pero que sin lugar a dudas se han vuelto una mezcla de
confidentes, jueces y ángeles guardianes.
Me alcanzó la edad adulta o al menos la edad en que se
supone que debía estar construyendo mi futuro.
Resido en un lugar a donde el sol no llega, donde el
viento se asoma, pero no pasa a través de mi ventana que sólo me permite ver la
desesperante pared lila del departamento vecino. Poseo tres computadoras, pero
ninguna se amolda a mi necesidad de escribir de inmediato: una es tan ostentosa
que de sólo sacarla de la mochila me sonrojo, la segunda no sabe de acentos ni
de tipografía y la tercera tiene una pantalla táctil que todo el tiempo me hace
mentar madres porque no puedo escribir una línea completa sin corregir al menos
dos o tres saltos; se me acaban la batería, las ideas y el poquísimo tiempo que
tengo disponible para hacer lo que hace años era mi única razón de ser:
escribir melcocha.
Y de pronto, como hoy, sucede que una canción, un
perfil, una voz sin tono en el momento más inesperado; la soledad, la brisa
tibia, un perfume apenas perceptible me traen imágenes al azar de esa
habitación, de ese sendero, de aquella alborada donde ellos y yo hemos estado
tantas veces. Enciendo la laptop, musicalizo con algo portentoso y desconocido
-en algún momento recordaré este instante al volver a escuchar este disco que
por ahora me es completamente ajeno- enciendo una vela aromática y me coloco
los audífonos…
…Se niegan a crecer. Se niegan a construir una
historia profunda. Se niegan a salir de la cabaña abandonada… se afanan en
tratar de convencerme que el mero escenario tiene más relevancia que una acción
siempre previsible, que un diálogo soso, que una moraleja rebuscada.
La luz mortecina no deja de caer...
…lunar, dibujando una silueta que camina sin rumbo en
una calle adoquinada y desierta.
…en un pabilo cuya flama se refleja en unas llorosas
pupilas marrón.
…desde los faros de un auto que va a toda velocidad
por una carretera cercada por centenares de pinos.
Ellos tomados de la mano. Yo que lo veo todo desde el tablero, desde el asiento trasero; desde la banca del parque, desde un sillón acomodado junto a la ventana que mira al mar mientras alguno escribe una despedida en el escritorio… tiempo que hace falta para sacarlos del letargo y obligarlos a salir en busca de nuestro inolvidable final.
[1] La verdad es que ni bailoteaban ni eran marionetas
porque me aterran esos monigotes con hilos cuyos movimientos erráticos pueden hacer que salga despavorida de cualquier lugar donde se
encuentren.
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