Hoy, hace quince años
"Dile que lo quiero, dile que me muero de tanto esperar"
No
recordaba cuánto duele… y no sé si me duele la nostalgia por lo que se ha ido o
por lo que fui. Recordar aquel año es recordar un deambular sin calma; el antes
y el después de su estancia: mis pasos lentos, mi mirada ansiosa, mis oídos
sordos de tanto escuchar las mismas canciones como si al hacerlo la espera fuera
menos desquiciante y la despedida no llegara nunca.
“Reloj
no marques las horas porque voy a enloquecer…”, repetía en mi cabeza una y otra
vez la mañana del 2 de mayo; ese domingo soleado, el día de su partida, tan
distinto a los días nublados previos al concierto. Acodada en la barda de la
azotea, sin dejar de mirar al cielo y sin poder contener el llanto cuando el
motor de alguna aeronave llegaba a mis oídos, oraba por un milagro: que por alguna
razón él no se subiera a ese avión y se quedara aquí por siempre.
Verlo
a unos cuantos metros había sido como si el tiempo hubiera detenido su marcha,
el ángel que esperaba había descendido y me cegaba con su luz, con su poder. Me
sonrojo al recordar todo lo que cruzó por mi mente de sólo pensar en la
posibilidad de tocarlo, de mirarlo a los ojos. Siguen nítidos en mi memoria el
estruendo, los riffs, los fuegos artificiales, pero, ante todo, el principio de
One, ese himno que aún hoy anega mis
ojos; esas guitarras lastimosas, los estallidos, el redoble de tambores, mi
infinita tristeza por no poder poseer lo que tanto anhelaba.
Todo
lo que pasó para que yo pudiera estar ahí esa noche, es una cadena de sucesos
que tengo tan presentes como si hubieran transcurrido hace unas cuantas horas;
recordar es volver a vivir el aviso en la voz de Olallo Rubio, la fecha en que
los boletos salieron a la venta, asistir un día antes a la taquilla con la
decisión indiscutible de hacer el obligado camping para alcanzar el mejor lugar
y la espera, la interminable y odiosa espera, dos largos meses cuidando que mi
preciado boleto en quinta fila y de frente al escenario siguiera seguro e
intacto en mi cofre de tesoros; y, finalmente, el día: viernes 30 de abril,
tarde lluviosa y luego las tres horas que me hicieron amar para siempre la noche,
la lluvia y la luna llena…
La
cantidad de historias que podrán contarse en torno a la marejada de sillas
plásticas seguramente serán similares, yo puedo decir simplemente que mi temor
de perder la única posibilidad de estar cerca de lo único que le daba sentido a
mi existencia era mayor que morir de asfixia o bajo el peso inmedible de la
multitud. Entre la bruma, en esos lapsos de imágenes inconexas veladas por la
adrenalina, recuerdo que alguien me extendió la mano para sacarme de la
apretura y la ignoré con furia mientras trataba, como todos, de acercarme más y
más al escenario.
Me
odié por ser débil, por ser frágil, por ser mujer; cómo diablos iba a apartar
de enfrente de mí a esa bestia de casi dos metros que me separaba del muro de
contención, la barrera infranqueable desde donde podría ver e incluso tocar,
pues así me lo había propuesto, al señor Hammett; hacia dónde iba a apartar al
bienaventurado individuo (puesto que su inmensa estatura le iba a permitir
disfrutar del evento sin perder un solo detalle) si miles de humanos nos
empujaban con fuerza pavorosa en la misma dirección.
Fueron
acaso treinta minutos en los que mis manos procuraron hacerme un hueco entre mi
pecho y la espalda de mastodonte lo suficientemente amplio para poder expandir
mis pulmones y respirar ya no profundamente sino lo necesario para no perder la conciencia.
Por
fin la banda en turno terminaba su participación, Phil Anselmo se despedía y la
presión cedió un poco, pero nada había por hacer, enfrente de mí sólo existía
una mole sin forma que pese a mis más aguerridos intentos se negaba
rotundamente a cederme el lugar que me correspondía, por el que había esperado
toda mi vida (ja). Al borde del llanto, decidí retroceder hacia donde los más
avezados se habían ocupado en apilar cuanta silla llegó a sus manos para hacerse
de un lugar (aunque mucho más lejos)
desde donde poder ver el escenario. Con toda la actitud -y la vergüenza- de una
dama en desgracia pedí que me permitieran subir con ellos, ante mi incredulidad
una mano bendita me ofreció ayuda y desde esa altura pude contemplar no
solamente el cambio de set, sino la ola en la zona de gradas y algunas decenas
más de palcos improvisados como el nuestro.
Por
entonces yo no sabía que “los cuatro fantásticos” iniciaban su presentación
con The ecstasy of gold; la noche
caía, las luces se había apagado y era tal mi expectación y mis nervios que no
recuerdo haberla escuchado, sólo sé que el corazón se me salía del pecho y mi
cabeza parecía explotar cuando la luz se encendió de pronto y Breadfan sacudió el foro.
No
tardé en hallarlo y en dar gracias a Dios por haberme permitido quedar varada
del lado derecho del escenario, su sitio favorito, su pedestal. Lloré, reí, tiraba
de mis cabellos sin dejar de gritar su nombre y Master of puppets me sorprendió en el colmo de la ensoñación y la
incredulidad. A un tiempo, sin prever, sin pensar, y olvidándonos por completo
de dónde estábamos parados, gritamos al unísono y empezamos a saltar, por supuesto
la torre se vino abajo y las patas plásticas que no estaban diseñadas para
soportar el peso se doblaron cual popotes raspando nuestras pantorrillas, espaldas
y brazos, mas el júbilo era tal, que lo único importante era volver a apilar
las sillas y encaramarnos en el menor tiempo posible para no perdernos ni el
menor gesto de James Helfield, ni un gruñido del insustituible Jason Newsted o
una nota del taciturno Kirk Hammett.
Sí,
pude verlo finalmente, con su andar altivo, con su sonrisa ambigua, con la
flamante guitarra negra que parece llevar pegada al cuerpo; le grité cuánto lo
amaba, pero ahora sé que él no mira a nadie, no escucha a nadie y que nos evade
todo el tiempo como cuando se concentra en el brillo de la flaying y sus dedos femeninos hacer detonar Sad but true.
El penúltimo año del siglo XX fue como Battery:
tempestuoso, brutal y al mismo tiempo melancólico y lleno de cadencia. La luna
llena de ese 30 de abril de 1999, era más blanca, más lúgubre que cualquier otra;
voluntariosa, traviesa, encantada de esconderse cuando James gritaba a voz de
cuello “so seek the wolf in thyself” y de mostrarse plena y sin inhibición
alguna en un intento maquiavélico de opacar las inmensas llamaradas que
flanquearon a la banda durante la ejecución de Fuel.
Y al final, casi a la medianoche, el adiós; su voz infantil, mi llanto histérico ante lo inevitable y su
prodigiosa mano diestra en alto preámbulo del vacío en el que mi voluntad caía
lenta e interminablemente; ese adiós por el que hasta la más simple canción que
pregona el dolor de amar cobra sentido… después la oscuridad, las canciones
grabadas y la marcha de millares de zombies haciendo cabriolas para mantener
latente la adrenalina, para no enfrentar el hecho de que los señores de la
noche se marchaban y sabría Dios si iban a volver.
Recuerdo
con precisión lo vivido durante el trayecto a casa: el aire enrarecido, pero fresco
en mis hombros desnudos, su tacto suave que no llegó, su beso húmedo que no
sentí en los labios, en mi garganta, en mi pecho; el olor dulzón mezcla de perfume, mariguana, sudor y cerveza; las risotadas de los borrachos que a su
modo purgaban su propio infierno, su desconsuelo.
Es
el 2014.
Los
rizos de mi hombre de negro han encanecido y se han hecho ralos. Su cuerpo
hermafrodita adquirió musculatura surfer (que aunque apetecible, no deja de ser superficial) y su piel, antes amarillenta, tiene hoy la coloración canela efecto
del sol californiano. Se ríe con sinceridad, ya no es su sonrisa introspectiva
como antes, esa sonrisa maliciosa que no buscaba correspondencia sino que
emergía involuntaria al saberse poseedor de magia. Posa ante la cámara de
manera distinta, se muestra, no se resiste como antes ni finge no estar
presente; hace desesperados intentos por pertenecer a la aristocracia, pero no
le sientan bien los zapatos blancos.
Duele
su ausencia, duele saber que el pasado no regresa, duele mirar el Foro Sol y
saber que, sin importar cuántas veces él se pasee por el entarimado, no lo voy
a adorar como aquella noche; duele saber que ha pasado más de una década y sigue
metido en mi alma, en mi corazón y pensamiento; duele que cada partida suya sea
un filo destrozando mis entrañas y duele que desde hace quince años se subió a
un avión que no termina de irse.
Estuvimos en el mismo lugar pero nuestras experiencias son completamente diferentes. La mía está más del lado de la frustración por estar lejos y de la promesa que me hice a mi mismo de no permitirme estar lejos del escenario en un concierto y mucho menos de ellos. Te consta que he cumplido.
ResponderEliminarMe encantó :)