Pablo
“Y es que nunca pude dejar de amarte, fracasó el intento por
olvidarte, resignado estaba a vivir sin ti, pero llegaste”… y estás aquí, yo
que pensaba que nuestras historias serían líneas paralelas.
Has cambiado, siempre serás algunos años menor; “contigo en la distancia”, pero siempre de la mano. Solía imaginar que, sentada a tu lado, preguntaba sin recato todo aquello que quería saber de ti, y sucede que ahora, al caminar contigo la costumbre de
saberte lejos me hace acelerar el paso y poner distancia de por medio.
Me
gustan tu desenfado y la franqueza con que dices las cosas más simples; pero tu sonrisa que era perfecta, ahora luce apagada y nostálgica, ¿qué fue
de ti en todos estos años?
Caminamos hombro con hombro. Te miro, por vez primera sin
temor a que descubras cuánto me has gustado siempre. Sigues teniendo una nariz
hermosa y tu andar muestra la seguridad
de tus años de juventud al saberte deseado, cual monarca que desfila
sobre una alfombra roja y que saluda a su pueblo con una señal cortés, pero
sin afecto. Siempre te supiste asediado y no había quién se resistiera a
una sonrisa tuya, a un guiño o a cualquier petición. Era un deleite verte
deambular aparentemente sin mayor ocupación que obsequiar una
instantánea de tu guapura, sí instantánea porque aparecías de pronto y te marchabas de la misma manera dejándome absorta, y deseando con el alma congelar el tiempo al menos un par de minutos.
Eras capaz de arrancarme un suspiro con la mueca más ordinaria,
cuando mordías una paleta helada o simplemente mirabas a otro lado con la
frustración de saber que cualquier cosa que anhelaras no llegaría a tiempo. Te
miro ahora a los ojos, sonreímos, pero nuestras sonrisas nunca tendrán la
frescura de lo cotidiano, siempre quedará esa pausa incómoda de algo que quedó
inconcluso, que se rompió y aunque reconstruido jamás recuperará su verdadera
forma… yo conozco tu nombre desde que eras adolescente y tiene muy poco que tú te enteraste del mío, la charla resulta rebuscada y sosa “¿qué tal el día?” o “hasta
mañana”.
Eres padre, eres esposo, eres trabajador asalariado con un
automóvil gris gigantesco donde tu silueta menuda se extravía tras el volante.
Me gusta recrear el momento en que lo conseguiste, el orgullo con que
extendiste el fajo de billetes y la sonrisa con que recibiste las llaves o con
que te sentaste como piloto y no un mero pasajero como antes, sujetando el
inmenso volante. ¿Te acuerdas que tu numerosa familia cabía casi completa en un coche
azul de cuatro puertas? Cuántas veces vi con tristeza cómo aquella máquina se
alejaba llevándote consigo.
Han pasado dos décadas, poco más, ¿qué importa? No sé
si te cambió la voz; no sé si enfermaste de gravedad; cuántos hijos tienes o tu
proyecto a futuro; pero sé que ensanchó tu cuerpo y se tornearon tus músculos;
que te estas quedando sin cabello, que nunca tuviste barba y que tus ojos son
claros y esquivos; que tu voz es rasposa como una sierra y que tu sonrisa de
arcángel se transformó en la de un hombre sin mañana.
Esta postal donde a diario te reconstruyo, poco a
poco va desdibujando la foto de ti que atesoraba: tú caminando hacia mí y
fingiendo no verme, tu camiseta cuyo escote mostraba un blanco y escuálido
torso enfundado en una chamarra deportiva roja que amenazaba -con toda intención- resbalar por tus
hombros; tus labios de por sí rojos teñidos por el colorante de alguna
golosina. Tú a mi lado, por una fracción
de segundo, tú alejándote por los siglos de los siglos.
Siempre menor, siempre inalcanzable. Te doy los buenos días con la complicidad amarga de compartir otra vez el mismo entorno, la misma decadencia.
Comentarios
Publicar un comentario