El hombre de la bufanda blanca (o Así empezó)
El primer kinder que Laurita
conoció era un salón inmenso iluminado apenas por una pequeñísima ventana,
lleno de rostros abominables con los ojos fijos y la sonrisa torcida; con los
pelos enmarañados y las uñas largas en espera de alcanzarla. Las paredes
gordas, como reflejadas en una esfera de navidad, estaban llenas de dibujos
atroces (que en nada se parecían a las hermosas muñecas que su papá le dibujaba)
y al frente de todos los entes diabólicos dispuestos a devorarla, estaba ella,
la maestra sin rostro que movía las manos cual posesa y hablaba en un lenguaje inteligible.
En sus primeros días de escuela, Laurita no podía permanecer
dentro del salón por más de media hora. Una vez que la clase daba inicio y
segura de que mamá ya se había ido, se salía a toda carrera para dormirse en
las jardineras y hubo una vez en que, incluso, llegó sola a casa ante el
espanto de su madre que no se explicaba cómo había podido cruzar la avenida, sin
embargo, pasada la sorpresa, le propinó su obligada nalgada y se la llevó a la
papelería, otra vez, para reponer la mochila, el cuaderno, el lápiz y los
colores que había perdido.
La mente de Laurita se mantenía renuente a pensar, veía todo como
bajo el efecto de una droga que mantenía su cuerpo relajado y ausente de todo,
pero eso sí, cuando alguien le preguntaba qué quería ser de grande, ella
contestaba muy segura que quería ser artista como Luis Miguel.
La noche que marcaría su vida no tenía nada distinto a esas noches
de domingo en que ella y su familia regresaban a casa después de visitar a los
detestables tíos de su padre (esos antipáticos aristócratas que vivían en Satélite
y que siempre empleaban a su papá como plomero, mecánico, pintor o albañil sin
darle a cambio más que una comida y un par de cubas). A bordo del guajolotero y
procurando no quedarse dormida, Laurita escuchaba el rechinido de la lámina a
cada enfrenón, aspiraba con agrado el olor a desodorante de fresa y observaba,
con gesto idiota, cómo un simple tarro de crema Nivea podía pintar de azul la
luz de un foco ordinario.
De pronto entre ella y el tarro de crema cruzó una silueta esbelta
y tambaleante que en seguida atrapó su atención. Su mirada interesada siguió al
pasajero hasta que fue a detenerse en la puerta trasera, no había asientos
disponibles, así que la figura se quedó de pie en los escalones de descenso, se
sujetó al tubo para no caerse y apoyo la frente en el brazo. La niña, de acaso
cinco años, lo escrutó empezando por los pies, llevaba tenis blancos y pantalón
de mezclilla, un suéter azul claro y, mal enredada en el cuello, una bufanda
blanca.
Laurita buscó el rostro, pero éste se mantuvo oculto tras esa
cortina de pelo lacio y güerito que sin duda le llegaba a los hombros, pero que
con la cabeza, así, inclinada, parecía mucho más largo. La espalda se contraía
y la niña notó que el muchacho lloraba quedito. La luz escasa no le había
permitido ver que había manchas de tierra y sangre en uno de los extremos de la
bufanda, al descubrirlas su fascinación no tuvo límite, su cuerpo temblaba,
quería y no que él muchacho volteara a verla, quiso descubrir si, como en las
películas, también su boca sangraba (con ese hilito fino y absurdo que desciende por las comisuras sin jamás restarle maquillaje ni glamour a los actores), si sus ojos eran claros, si lloraba de
rabia, de dolor o tristeza…
Después de un rato, que Laura pasó inventándose cuanto pudo pasar
antes, de dónde venía y por qué sangraba, el muchacho descendió sin voltear
nunca.
A través de la ventanilla, lo vio perderse en una calle empinada; el corazón latía con fuerza a medida que el
camión empezaba a alejarse y esa emoción incomprensible que la hacía desesperar
y sufrir y llorar de gusto cada que escuchaba cantar a los Menudo, la embargaba
más feroz y dolorosa que la sonrisa de Xavier Servia en la pantalla a blanco y
negro.
Le dieron ganas de colmarlo de besos, de tomarlo de la mano y
acompañarlo a donde fuera, pero más que todo ansiaba que su padre, que entonces
tenía todas las respuestas, le dijera por qué lloraba de esa forma tan extraña,
tan calladamente y, al mismo tiempo, con tal desconsuelo… mas temerosa de que,
como siempre, le recriminaran sus preguntas impertinentes, prefirió callarse y
guardarse en la mente todos estos detalles hasta que algún día aprendiera a
escribir y pudiera contar por qué es que adora viajar de noche, el olor dulce
de los camiones, estar a media luz, las cabelleras largas, los tenis blancos y
el llanto de los muchachos… Y aún ahora, más de tres décadas después, sigue
preguntándose (y deleitándose al imaginar) cómo carajos aquél chiquillo fue a quedar en esas
fachas.
Hice un poco de trampa, este texto fue pensado para una tarea, pero como entonces no pude terminarlo se quedó en la carpeta de los borradores, y dado que este espacio está dedicado a... ellos, esta presencia no podía faltar. Sé que no es el que esperabas, pero esto me lo debía desde hace mucho...
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