...Pero yo quería una bandera



Escribo ahora que la adrenalina ya ha pasado, pienso, le doy vueltas al asunto, ¿qué ha ocurrido conmigo en estos días? Me desconozco y al mismo tiempo me convenzo que hace mucho que no me sentía tan yo.

Me sonrojo, no puedo evitarlo, y luego hago un breve recuento de las horas que pasé frente al televisor haciendo lo que nunca pensé que haría otra vez: ver un partido de futbol, y no solamente verlo sino sentirlo, entenderlo, sufrirlo.

Hoy hacen ya ocho días que mi alma se embargó de esa emoción arrolladora y franca al ver a un montón de tipos persiguiendo una pelotita y gozar como los demás cuando esa pelotita se metió no una –como es la costumbre- sino tres gloriosas veces en la portería del equipo contrario. Ese grito unánime, que hasta hace no mucho me era ajeno, me hizo vibrar de gozo, no sin cierta pena, porque lo que veía en la pantalla había dejado de ser pan con lo mismo.

Esa emoción que mantuvo mis nervios a flor de piel, el aliento contenido, las ganas de llorar al escuchar el himno en tierra extrajera,  no me era del todo desconocida, sin embargo, mi mente y mi corazón se remontaron al año de 1986, cuando siendo muy muy joven, tuve la oportunidad de vivir el mundial “acá en casa”.

Entonces no sabía de la ronda inicial, ni que a México se lo había llevado la chigada en cuartos de final contra la odiosa selección alemana, pero si sentía el corazón latir alocadamente de una emoción que no cabía en mi pecho y que me era incompresible, así como la tristeza que embargó el ambiente cuando nuestra selección fue despedida del mundial tras una ronda agobiante de tiros penales.

Recuerdo, no sin sentir nostalgia, cuando los autos desfilaban ondeando banderas gigantescas y por doquier se escuchaban las bocinas ensordecedoras de los autos celebrando que México había ganado el partido contra Bulgaria (que le daba el pase a cuartos de final) con un marcador tan convincente como el de hace una semana (entonces el marcador fue 2-0)…  Yo quería tener una bandera, unirme al festejo, y gritarle al mundo -como los demás- que yo también era mexicana y me sentía muy orgullosa de mi equipo, pero mi padre, siempre tacaño en esos menesteres, no quiso complacerme, un poco porque la situación económica que no era muy desahogada y otro mucho porque no le parecía una petición importante… así que mi anhelo de ondear la bandera nacional como festejo al ganar nuestra selección un partido quedó en el olvido.

…No es que ahora quiera hacer realidad ese sueño; no es que no esté tan ansiosa como la gran mayoría de mexicanos de ver a nuestro país ganar un mundial; no es que no sienta en el alma esa canija certeza, como aguijón ponzoñoso de que “el Tri de mis amores” otra vez hará el ridículo… no es que no sepa de toda la mierda mercadotécnica que rodea (como todo) al futbol… lo que sucede es que me conmueve reconocer que gocé como nunca el cielito lindo, que la futbolera que dormía en mí se despertó de pronto y que sin pensarlo en un momento ya estaba intercambiando opiniones acerca de si el partido había valido la pena, de la mala actuación de los árbitros, de que este mundial estuvo plagado se sorpresas, que todas las expectativas cambiaron de pronto…

Cuando era niña y me presumía chivista, me hice de una creencia por demás monstruosa e inverosímil: pensaba que si no veía el partido mi equipo ganaría y a la inversa… por eso era que siempre me abstenía de ver a mi equipo jugar… con el tiempo me acostumbré a decir que no veía el futbol porque me era por completo intrascendente, detestable y no tenía que ver en absoluto conmigo (además que el futbol nacional se llenó de tantos vicios y pretextos que me hizo por completo desterrarlo de mis vida y prioridades), pero siempre tenía esa cosquillita  de echarle un vistazo al marcador jugara quien jugara y de hacer mía esa letanía que no hace sino reafirmar el enorme poder de convocatoria que tiene el equipo en cuestión: “no importa quién gane, pero que pierda el América”.

Después, hace no demasiado, me enteré que los jugadores cambian de equipo como de pareja y que también  tienen fecha de caducidad, yo que creía en la idea romántica del amor a la camiseta hasta sus máximas consecuencias,  me desilusioné y perdí por completo el interés en el futbol.

Ante la sorpresa que ha provocado mi renovada y sorpresiva actitud pambolera de estos días, suelo responder y es en cierto modo verdad, que el mundial es muy distinto a ver futbol de pésima calidad domingo a domingo y temporada tras temporada; que el atractivo visual vale mucho la pena, y que el futbol europeo además de intimidante es preciso y disfrutable… aunque ni yo misma termino de entender qué de todo es lo que me ha hecho estar al pendiente de si la selección de tal o cual nación no dio el ancho y que muchas otras llegaron a donde nadie esperaba, entre ellas la nuestra.

Sin hablar de todas las dudas que se me han aclarado y el conocimiento que he adquirido que, si bien no es del reconocimiento de los grandes pensadores, sí te adentra en el contexto: ahora sé que los tiempos extras, la ronda de tiros penales y la muerte súbita ocurren a partir del octavos de final en adelante y que es perfectamente comprensible que esos partidos, que siempre me parecieron interminables (por los que una mojigata y sobria mujer oficinista puede transformarse en todo lo contrario cuando un árbitro se equivoca a favor del equipo rival) puedan mantener al espectador casi sin pestañear durante casi tres horas, pues siempre se tiene la esperanza de que el gol de la victoria caerá en el último minuto.

Escribo esto faltando dos días para que nuestra selección enfrente a Holanda en octavos de final, y puedo decir con franqueza que estoy segura que serán vencidos después de un partido a mi ver brutal por lo desigual de las circunstancias, pero también agradezco, como futbolera renegada que me doy por bien servida después de ese histórico partido contra Croacia, que olvidé durante hora y media que llevamos a cuestas una muy pesada carga de inseguridades y complejos, y descubrí con gusto que en la cancha –como en muchos otros terrenos- nuestros compatriotas se pueden medir de igual a igual con cualquiera.

Este mundial me gusta y me entusiasma, porque, además de hacerme aceptar esa parte de mí que siempre había mantenido oculta, me hizo reafirmar lo que siempre he creído, pero que sigo tardando en poner el práctica: hay madera y hay mucho corazón para lograr cualquier objetivo, sólo hacen falta labor de equipo, un poco más de foco, y dejar de complacer a los demás antes que a uno mismo.     

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