Amores gatos
“Pata con patita, cola al viento vamos tú y yo, ¡miau,
miau!”
June vivió su infancia en el seno de una familia de la que
se despidió cuando tuvo suficiente edad para mudarse a otro hogar; era bien
portada y hogareña; mientras que Lola, fue arrancada de su hogar siendo todavía
lactante. June detestaba los ruidos molestos, a Lola la altera todo sonido que le
recuerde el infierno que vivió tratando de ocultarse de los autos y los
camiones que circulaban en la avenida donde fue botada.
Ambas grises y rayadas; ambas refunfuñonas e intolerantes;
ambas friolentas y amorosas, pero yo no sería parte de la historia de la una
sin la presencia de la otra: Dolores llegó a mi vida después que June murió.
Una noche, por un descuido mío, June se salió a la calle y
en un rato ya estaba tendida a media carretera. No supe (ni quiero saber), a
ciencia cierta, qué le ocurrió, pero mi gatita adorada se fue, así, de pronto,
dejándome, además del terrible cargo de conciencia por mi descuido, una
profunda tristeza. Le lloré mucho más de lo que se le llora usualmente a una
mascota porque June era mi compañera, mi hija mimada y maleducada, como dicen
mis allegados; pero sobre todo porque había estado a mi lado en uno de los
momentos más duros, si no es que el más de mi vida.
Cuando compartí la noticia de mi embarazo, la decisión de
que June se fuera temporalmente a la casa de un familiar, fue casi unánime. El
viejo temor de que mi gata pudiera ser portadora de toxoplasmosis surgía y
June, de pronto, era vista como una amenaza letal de la que habría que
deshacerse cuanto antes; así que, sin que nadie le preguntara su opinión, ya
estaba viviendo en una casa desconocida.
Pero mi embarazo ya era de riesgo sin que June tuviera, en
absoluto, que ver. Así que tuve que permanecer quince días en cama, eso sí,
mimada y cuidada en exceso, pero sin poder ponerme de pie salvo para ir al
baño. Todos esos cuidados fueron en vano, sin embargo... la noticia de que un
corazón ya no late, es tan terrible que no sabes si estás soñando y aunque el
entorno sigue siendo el mismo parece que ya no perteneces a él.
Aborto se dice y suena fácil, pero la palabra espanta y
aturde cualquiera que sea la justificación, aunque podría asegurar que es
todavía más cruda cuando es involuntario y todo un plan de vida, que estaba
pensado en torno a esa personita, que por mil factores inverosímiles no pudo
llegar, sencillamente deja de tener sentido.
La ruta del laboratorio a casa fue un tramo en el que mis
pies parecían no tocar el suelo; mi mente estaba adormecida y nada de lo que
pudieran decirme hacía más llevadero mi dolor. Al llegar a casa lo único que
ansiaba era abrazar a June y derrumbarme en la que había sido mi cárcel por
largos quince días, para llorar a gritos sin las miradas de compasión de
quienes me rodeaban.
La trajeron y ella estaba desconcertada, por supuesto que
había extrañado su hogar y a su madre empalagosa que también la extrañaba
horrores. La besé con anhelo y luego la dejé ir. Sentía que no era justo hacerla partícipe de eso que le era tan
ajeno. Yo estaba ida, atontada. Escuchaba muy lejana la voz de mi esposo, que
también, confundido y desconsolado, tenía ahora que encargarse de buscar dónde
se me haría el legrado, pues lo que traía en mi cuerpo era un objeto muerto que
debía salir de ahí cuando antes.
De pronto y, ante mi sorpresa, June brincó a la cama y se
sentó junto a mí para, después, limpiar mi cara empapada con su lengüita rasposa, en ese momento supe que dejaría de ser para mí una simple mascota para convertirse en mi amiga y compañera.
June vivió conmigo durante poco más de dos años; pero fue un
tiempo más que suficiente para hacernos, a ella inolvidable y a mí entender que
las mascotas, que no hablan ni exigen y a las que a menudo vemos como meros
ornamentos, son amigos incondicionales que siempre te acompañan los necesites o no.
Mi gatita murió casi un año después del penoso suceso.
Alguien comentó, para consolarme, que su misión, quizás, había sido estar
conmigo en ese único momento en que su presencia sería determinante.
Un par de días duró ese vacío que quedó en casa tras la
ausencia de June, porque en la tarde del tercer día; alguien llamó a mi
puerta y acudí con desgano. Escuché los maullidos de un gato bebé antes de
abrir la puerta. Con el obligado desconcierto y júbilo abrí a toda prisa y ahí
estaba Lola, diminuta, en las manos de un amigo muy cercano.
-La encontré cerca de mi escuela y te la traje… no es la
June, pero…
En efecto, no era, ni sería, ni será June, porque ella es
irremplazable; pero Lola se encargaría de hacerse su propio lugar en casa. La
recibí, aunque había jurado que no volvería a tener un gato. Nos quedamos
solas, ambas llorosas, ella por el miedo, yo por las circunstancias: “No tiene
zapatitos como June —dijo mi amigo en alusión a las distintivas patitas blancas
de mi gata—, pero tiene guarachitos
grises.
Nunca pensé que sería un reemplazo sino alguien que
necesitaba de mí tanto como yo de ella.
De aquel día (hace ya más de un año) a Lola le
han durado los nervios y el terror a la calle; suele atrapar bicharrejos, pero
no sabe qué hacer con sus presas; a veces actúa como el alfa de su manada (ella
y dos perros) y vigila que nadie se acerque a su territorio (algún osado se ha
ganado ya una tarascada en la nariz por eso); le fascina tomar agua (nunca he
visto otro gato que demande con tal insistencia su bandeja –enorme- con agua
fresca), dormir y tenderse al sol y cuando se escapa a la azotea, es tan
ingenua que baja, apenas, al escuchar el primer llamado, como si hubiera manera
de que yo pudiera alcanzarla. No soporta a los niños, ni los sonidos
estridentes, y, a diferencia de June, no le gusta estar sola, ¿herida de
guerra?.. Quizás.
Te la debía mi adorada amiga..! Algún día volveremos a estar juntas
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