Mi perpetua adolescencia
Hace unos días pude por fin ver una película que, desde su estreno, llamó mucho mi atención por su premisa, el ya clásico reencuentro de compañeros de preparatoria, diez años después de la graduación, no es en sí que el argumento sea original, sino que removió por completo mis recuerdos de adolescente y aunque no termino de comprender bien a bien qué relación tuvo el alka seltzer en todo esto, Efectos secundarios ocupa ya un lugar muy especial entre mis películas favoritas.
No podía faltar el “galán” de antaño, con su facha desgarbada y, para no faltar al cliché, su actitud agresiva, rebelde (antes de que Anahí y Dulce María jodieran para siempre tan atesorado concepto) sin que en su bellísimo cuerpo figurara un solo tatuaje (oh, muestra innegable de malignidad que ya, de entrada, dotaba de un aura demoniaca al portador así se tratara sólo de un par de letras).
Quedo prendada de la pantalla y vuelve a mente el dolor de las heridas de prepa; qué de recuerdos, cuántas referencias que consiguen anegar mis ojos, supongo era el propósito desde que la mente del guionista creó este universo para regocijo de nosotros los treintañeros: el amor platónico, ¿cuál de todos?; el rose, intento de beso, en la comisura de los labios que te lleva de ida y vuelta a la luna; los amigos entrañables, el desmadre sin remordimientos, las primeras fiestas sin la compañía de los padres, las canciones de Timbiriche, Caifanes y Soda Stereo.
En la prepa no supe lo que era un borrachera, una cruda y ni idea tenía que existieran las drogas; disfruté en cambio de un memorable día de pinta, de una amistad que aún continúa, de la libertad de gritar, reír a carcajadas sin pensar si era o no molesto… supe también de la consabida amenaza, amenaza no prueba, de si me quieres, demuéstramelo (¿cómo es posible que todavía haya quien crea semejante estupidez). Rechacé un encuentro en la playa porque me aterrorizaba lo que viniera después, cambié mi reputación de estudiante excelente por ser campeona de frontón y por un lugar en las chanchas donde fuera visible y tuviese más oportunidad de conseguir novio.
Durante años he tratado de encontrar la respuesta al por qué me entristece tanto recordar la prepa, trato de convencerme que las etiquetas las creamos nosotros, que no son más que estrategias de mercadotecnia para vender uniformes, que en el universo real no tenemos por qué aspirar a igualar la belleza plástica, que en la prepa no fui bonita, pero tenía “buenos sentimientos”... Y, aún ahora, no puedo evitar mirar de reojo al pasar frente a un espejo y sufrir por cuánto ha ensanchado mi cuerpo, cuánto se ha plegado mi rostro y cómo mi piel se va llenando de manchas. Me enfurece que me digan señora porque sigo creyendo que es la infame sentencia por medio de la cual te dejan en claro que ya no eres parte del contexto, que eres invisible e irrelevante.
En mis años de prepa, recorté sin piedad mi cabello porque a alguien se le ocurrió decir que sólo las sirvientas lo usaban largo; usaba minifalda de licra y el espantoso copete ochentero porque era menester estar a la moda, tenía complejo de flaca (aún cuando eso hoy parezca impensable) y de tanto querer imitar a mis amigas perdí el control de mis actos, de mis decisiones y de mis deseos; quería cualquier cosa que ellas desearan, aunque, en el fondo, me pareciera absurdo; vivía empecinada en conquistar a quienes me borraban prendados del cuerpazo de una y de la belleza de otra; las odiaba y las amaba en sendas dosis, así tenía que ser si quería seguir formando parte del “orgulloso” equipo que Televisa había manufacturado y que nosotras habíamos hecho propio: «Muchachitas»... y no puedo evitar sonrojarme.
Mi “entonces” se quedó en una película repetitiva y caótica de la que sólo conservo algunas escenas sin contexto, como extraídas de un videoclip en el que Britney Spears hace todo menos estudiar: una obra de teatro, el chapuzón en la alberca para despedir a la generación en turno, la competencia de frontón, la ventana desde donde veía pavonearse al «chico» (¿cómo se les dice ahora?) más deseado de la escuela; el baile grupal en alguna “disco” perdida en provincia como feliz colofón de una práctica escolar (cuando ser chilango no era tan mala carta de presentación); mi cabeza apoyada en el hombro del “correteado” en turno, escuchando en mi walkman un cassette de Madonna (así, cassette porque cinta no llena el concepto) durante el viaje de regreso al D.F.
De tantos amores platónicos no recuerdo si hubo uno real: ese individuo especial por quien asistiría muriendo de nervios al reencuentro de mi generación 20 años después; por quien “el levantarme temprano para ir a la escuela hubiera tenido sentido”; esa presencia hechizante que velara todo lo demás; Él, cuya sola mención hiciera mi piel enchinarse, mi pulso acelerarse y sentarme a llorar en la orilla de la banqueta… suspiro, sí, lo hubo, tiene nombre y rostro, pero como no formaba parte de mi contexto escolar, es, en palabras de Mamá Goya, “otra historia”.
Son muchos los recuerdos gratos y daría todo por regresar el tiempo para dar, en su momento, una negativa tajante y no colmar mi futura sexualidad de tapujos y miedos; agradecer con creces la amistad desinteresada lejos de querer llamar la atención de los ajenos; convencerme que valía por mí y no por quiénes fueran mis amigos; cerrar definitivamente esa faceta para iniciar la dura madurez sin complejos, aunque de haber sido así no habría tenido adolescencia y mi realidad sería otra, ésta me gusta tal cual es, sin embargo, aunque no puedo negar que si la prepa me duele tanto es precisamente porque quedó atrás.
¿Habían caído en la cuenta de ya pasaron 20 años desde los noventa? Se ve peor de lo que se siente ¿verdad?
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